Río de Janeiro, 27 de julio de 2013
Queridos jóvenes
Hemos recordado
hace poco la historia de San Francisco de Asís. Ante
el crucifijo oye la voz de Jesús, que le dice:
«Ve, Francisco, y repara mi casa». Y el joven Francisco
responde con prontitud y generosidad a esta llamada del Señor:
reparar su casa. Pero, ¿qué casa? Poco a poco se
da cuenta de que no se trataba de hacer de
albañil y reparar un edificio de piedra, sino de dar
su contribución a la vida de la Iglesia; se
trataba de ponerse al servicio de la Iglesia, amándola y
trabajando para que en ella se reflejara cada vez más
el rostro de Cristo.
También hoy el Señor sigue necesitando a
los jóvenes para su Iglesia. También hoy llama a cada
uno de ustedes a seguirlo en su Iglesia y a
ser misioneros. ¿Cómo? ¿De qué manera? A partir del nombre
del lugar donde nos encontramos, Campus Fidei, Campo de Fe,
he pensado en tres imágenes que nos pueden ayudar a
entender mejor lo que significa ser un discípulo-misionero: la primera,
el campo como lugar donde se siembra; la segunda, el
campo como lugar de entrenamiento; y la tercera, el campo
como obra en construcción.
1. El campo como lugar donde se
siembra.
Todos conocemos la parábola de Jesús que habla de
un sembrador que salió a sembrar en un campo; algunas
simientes cayeron al borde del camino, entre piedras o en
medio de espinas, y no llegaron a desarrollarse; pero otras
cayeron en tierra buena y dieron mucho fruto (cf. Mt
13,1-9). Jesús mismo explicó el significado de la parábola: La
simiente es la Palabra de Dios sembrada en nuestro corazón
(cf. Mt 13,18-23). Queridos jóvenes, eso significa que el verdadero
Campus Fidei es el corazón de cada uno de ustedes,
es su vida. Y es en la vida de ustedes
donde Jesús pide entrar con su palabra, con su presencia.
Por favor, dejen que Cristo y su Palabra entren en
su vida, que germine y crezca.
Jesús nos dice que las
simientes que cayeron al borde del camino, o entre las
piedras y en medio de espinas, no dieron fruto. ¿Qué
clase de terreno somos, qué clase de terreno queremos ser?
Quizás somos a veces como el camino: escuchamos al Señor,
pero no cambia nada en la vida, porque nos dejamos
atontar por tantos reclamos superficiales que escuchamos; o como el
terreno pedregoso: acogemos a Jesús con entusiasmo, pero somos inconstantes
y, ante las dificultades, no tenemos el valor de ir
contracorriente; o somos como el terreno espinoso: las cosas, las
pasiones negativas sofocan en nosotros las palabras del Señor (cf.
Mt 13,18-22). Hoy, sin embargo, estoy seguro de que la
simiente cae en buena tierra, que ustedes quieren ser buena
tierra, no cristianos a tiempo parcial, no «almidonados», de fachada,
sino auténticos. Estoy seguro de que no quieren vivir en
la ilusión de una libertad que se deja arrastrar por
la moda y las conveniencias del momento. Sé que ustedes
apuntan a lo alto, a decisiones definitivas que den pleno
sentido a la vida. Jesús es capaz de ofrecer esto.
Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn
14,6). Confiemos en él. Dejémonos guiar por él.
2. El campo
como lugar de entrenamiento.
Jesús nos pide que le sigamos
toda la vida, nos pide que seamos sus discípulos, que
«juguemos en su equipo». Creo que a la mayoría de
ustedes les gusta el deporte. Y aquí, en Brasil, como
en otros países, el fútbol es una pasión nacional. Pues
bien, ¿qué hace un jugador cuando se le llama para
formar parte de un equipo? Debe entrenarse y entrenarse mucho.
Así es en nuestra vida de discípulos del Señor. San
Pablo nos dice: «Los atletas se privan de todo, y
lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros,
en cambio, por una corona incorruptible» (1 Co 9,25). ¡Jesús
nos ofrece algo más grande que la Copa del Mundo!
Nos ofrece la posibilidad de una vida fecunda y feliz,
y también un futuro con él que no tendrá fin,
la vida eterna. Pero nos pide que entrenemos para «estar
en forma», para afrontar sin miedo todas las situaciones de
la vida, dando testimonio de nuestra fe. ¿Cómo? A través
del diálogo con él: la oración, que es el coloquio
cotidiano con Dios, que siempre nos escucha. A través de
los sacramentos, que hacen crecer en nosotros su presencia y
nos configuran con Cristo. A través del amor fraterno, del
saber escuchar, comprender, perdonar, acoger, ayudar a los otros, a
todos, sin excluir y sin marginar. Queridos jóvenes, ¡sean auténticos
«atletas de Cristo»!
3. El campo como obra en construcción.
Cuando
nuestro corazón es una tierra buena que recibe la Palabra
de Dios, cuando «se suda la camiseta», tratando de vivir
como cristianos, experimentamos algo grande: nunca estamos solos, formamos parte
de una familia de hermanos que recorren el mismo camino:
somos parte de la Iglesia; más aún, nos convertimos en
constructores de la Iglesia y protagonistas de la historia. San
Pedro nos dice que somos piedras vivas que forman una
casa espiritual (cf. 1 P 2,5). Y mirando este palco,
vemos que tiene la forma de una iglesia construida con
piedras, con ladrillos. En la Iglesia de Jesús, las piedras
vivas somos nosotros, y Jesús nos pide que edifiquemos su
Iglesia; y no como una pequeña capilla donde sólo cabe
un grupito de personas. Nos pide que su Iglesia sea
tan grande que pueda alojar a toda la humanidad, que
sea la casa de todos. Jesús me dice a mí,
a ti, a cada uno: «Vayan, y hagan discípulos a
todas las naciones». Esta tarde, respondámosle: Sí, también yo quiero
ser una piedra viva; juntos queremos construir la Iglesia de
Jesús. Digamos juntos: Quiero ir y ser constructor de la
Iglesia de Cristo.
Su joven corazón alberga el deseo de construir
un mundo mejor. He seguido atentamente las noticias sobre tantos
jóvenes que, en muchas partes del mundo, han salido por
las calles para expresar el deseo de una civilización más
justa y fraterna. Sin embargo, queda la pregunta: ¿Por dónde
empezar? ¿Cuáles son los criterios para la construcción de una
sociedad más justa? Cuando preguntaron a la Madre Teresa qué
era lo que debía cambiar en la Iglesia, respondió: Tú
y yo.
Queridos amigos, no se olviden: ustedes son el campo
de la fe. Ustedes son los atletas de Cristo. Ustedes
son los constructores de una Iglesia más hermosa y de
un mundo mejor. Levantemos nuestros ojos hacia la Virgen. Ella
nos ayuda a seguir a Jesús, nos da ejemplo con
su «sí» a Dios: «Aquí está la esclava del Señor,
que se cumpla en mí lo que has dicho» (Lc
1,38). Se lo digamos también nosotros a Dios, junto con
María: Hágase en mí según tu palabra. Que así sea.
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