Palabras llegan, palabras van.
Es un frenesí, una carrera, una locura.
No hemos digerido un texto y ya leemos otro. No
hemos asimilado un discurso y nos piden que escuchemos a
un nuevo orador.
Las palabras avanzan, en oleadas, ante las puertas
del alma. Algunas entran, alborotadas, confusas, impetuosas. Otras se asoman,
tímidas, prudentes, casi con respeto. Otras quedan fuera, esperando su
turno. Otras salen: la memoria no permite contener tanta palabra.
La
lluvia de palabras no disminuye. Cuenta con canales ágiles: radio
y televisión, teléfono móvil (con sus mil mensajes breves) e
Internet, saludos y despedidas, libros y revistas.
Es un tumulto interminable.
Al llegar la noche, mientras leemos los correos más recientes
o miramos las reacciones en Facebook o Twitter, las palabras
luchan entre sí: desean ocupar los últimos pensamientos de quien
va a intentar dormir durante unas horas.
Mañana será igual: palabras,
palabras, y más palabras.
El alma desearía un momento de pausa,
unos minutos de silencio para la reflexión. Pero las palabras
están afuera, en su continuo asedio, y adentro, como un
inquieto caballo de Troya en nuestros corazones.
Palabras sobre palabras. Llega
el momento de terminar estas líneas llenas de palabras. Quizá
así dejaremos un poco de tiempo disponible. No para leer
más palabras en algún blog o en el periódico, sino
para juzgar lo mucho recibido, para tirar lastres inútiles, y
para aprender a conservar aquello que nos permita amar un
poco más a Dios y a los hermanos...
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