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¿El mensajero?: somos nosotros |
Volvamos poco más de dos mil años en la historia,
pero a una imagen alternativa, virtual (hoy tan de moda).
Es el primer día después del sábado; un día tranquilo
y de descanso de aquellos miembros del Sanedrín que, tras
la pesadilla del nazareno que tanto les había molestado, comentaban
cómo la crucifixión en manos romanas les había librado, para
siempre, de Jesús.
Tres años de predicación, de movilizar multitudes, de
predicar cosas nuevas, de hablar de Yahve, de (¡horror!) curar
enfermos, se acabaron por siempre. Sus acusaciones, sus señalamientos: ¡sepulcros
blanqueados!, las humillaciones pasadas al tratar ellos de humillarlo, no
volverían. Ese carpintero predicador de Nazaret, Jesús, estaba muerto.
De
pronto, en el centro de la reunión, una luz muy
blanca los aturde. En medio de ella, vestido de túnica
blanca, aparece "el muerto", y les dice, porque finalmente es
Dios amoroso: "la paz sea con vosotros". El terror más
fuerte se apodera de todos los presentes y caen por
tierra: ¡no puede ser, murió en el Calvario, lo vimos
morir, el cielo se cubrió y tembló la tierra! ¿Qué
es esto?
Pero "el muerto", resucitado, vuelto a la vida, con
su mismo cuerpo y las heridas visibles de la crucifixión,
les dice: se los advertí: destruid este templo y yo
lo reconstruiría en tres días, y aquí estoy, vivo de
nuevo por siempre, hasta el fin de los tiempos y
después de ellos. Seguiré llevando el mensaje de mi Padre
a todos los confines del mundo.
El terror de los
presentes, sacerdotes, fariseos y algunos amigos romanos importantes era mayor.
Pero el resucitado, Jesús el carpintero, les dice: yo soy
el Hijo del Padre, el Mesías que no quisieron reconocer,
aunque mi vida ha sido el cumplimiento exacto y fiel
de las profecías que el Señor dio a nuestros padres.
Vengo a manifestarles mi perdón, pues sin vuestra maldad, las
profecías no se habrían cumplido en mi muerte y resurrección.
Vengo a darles de nuevo el mensaje de mi Padre,
¡arrepiéntanse y conviértanse! Yo, Jesús resucitado, saldré a las calles
a llevar de nuevo mi mensaje; haré milagros frente a
multitudes de todos los pueblos de la tierra; mi voz,
como un trueno del cielo, pero llena de amor, se
escuchará por todos los hombres de ahora y del futuro.
El terror en el Sanedrín aumentaba… pero Jesús continuó hablando.
Sí, están perdonados, porque Yo dí mi vida por todos,
vosotros incluidos. Salgan también a las calles tras de mí
y digan a todos aquellos a quienes embaucaron contra mí
para que Poncio Pilatos me crucificara, que escuchen mi Palabra,
que mi sangre era la de un inocente y por
eso he vuelto de la muerte, la he vencido.
Díganles
a quienes me condenaron a la cruz por aclamación, que
también los perdono y los amo, que también se conviertan
y escuchen todos a mis discípulos, porque yo caminaré al
frente de ellos por el mundo, para que todos crean
y se conviertan.
Finalmente, la fuerza del amor del carpintero
resucitado venció a los asistentes del Sanedrín, y así, postrados
de rodillas, creyeron en Él y lo siguieron.
Pero
no, esa escena no sucedió. Tampoco llegó Jesús ante sus
apóstoles para decirles, después de desearles la Paz: amados míos,
como estaba escrito, he resucitado, reconstruí este templo, mi cuerpo,
vencí a la muerte. Dejad pues de temer a los
judíos en la calle, y salgan tras de mí, acompáñenme
a llevar el mensaje del Padre, la Buena Nueva, a
todo el mundo, pues nadie les hará daño.
No, nada de
eso paso ¡tan fácil que hubiera sido transmitir el mensaje
divino, construir entre todos los pueblos del mundo esa Iglesia
que Él había fundado y encomendado a un pequeño grupo
de apóstoles! Como les dijo, Él estaría con ellos hasta
el fin de los tiempos ¡como dudarlo si estaba allí,
y recorrería caminos y ciudades, pero ahora con gran poder
y majestad! Las trompetas angélicas anunciarían su llegada.
No, la
realidad es diferente. Jesús resucitado visitó a los suyos en
privado, les dio consejos, encargos, poderes, les infundió al Espíritu
Santo y un día, frente a ellos, los dejó solos,
humanamente hablando. Nunca se iría, sin embargo, pues como ofreció,
estaría con ellos y Su Iglesia a través de los
siglos, para que el mensaje se transmitiera por boca de
las ovejas y los pastores a quienes encomendó el rebaño.
Sí, el mensajero… somos nosotros, con todas nuestras limitaciones, debilidades,
miedos y pecados. Tan fácil que hubiera sido… pero el
Señor quiere, como en el antiguo testamento, que su mensaje,
la profecía, llegue a los hombres por boca de sus
enviados: ve y lleva al rey este mensaje… A su
Iglesia, a nosotros, encomendó: id y predicad por todas las
naciones; ese es nuestro encargo.
Sí, nosotros somos el mensajero
de Jesús de Nazaret resucitado. Debemos llevar Su mensaje a
nuestro alrededor. Ni siquiera tenemos que recorrer, en general, caminos
y pueblos nuevos, como los misioneros. Simplemente, entre los nuestros
y por nuestros medios, llevemos el mensaje, con el ejemplo
y con la palabra.
Seamos como nos pidió -aprendiendo de
Él-, "mansos y humildes de corazón", y no tengamos miedo
de ser sus mensajeros. Él pondrá en nuestra mente y
en nuestra boca para hablar, y en nuestra mano para
escribir, lo que debemos decir y cómo decirlo. Jesús resucitado
no nos pide más de lo que podemos hacer; no
tengamos miedo pues, si somos el mensajero podremos llevar la
Buena Nueva. ¡Confiemos en Él! ¡Lo haremos bien! Como recompensa,
Él moverá los corazones y nos dará vida eterna en
su reino.
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