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Su nombre: María |
María, cuyo Nombre cantan los cielos y la tierra, ¡bendita
seas!... ¡Bendito sea el Nombre de María, Virgen y Madre!...
¿Por qué
tributamos alabanzas tan especiales al Nombre de María? ¿Por qué
el Nombre de María nos dice tanto? ¿Por qué repetimos
sin más, sola ella, la palabra ¡MARIA!... Hemos oído tantas
veces el Evangelio de la Anunciación en las Misas de
la Virgen, que nos sabemos más que de memoria estas
palabras: Y la Virgen se llamaba María.
El nombre de MARIA,
junto con el Nombre adorable de Jesús, es lo más
entrañable que tenemos metido en nuestras almas. ¿Será preciso desatarnos
ahora en alabanzas al Nombre de María? Porque podríamos hacerlo
con el romanticismo cariñoso de años atrás, cuando tenía éxito
seguro el canto con una letra como ésta: Es más
dulce tu nombre, María, que el arrullo de tierna
paloma, es más suave que el plácido aroma que
en su cáliz encierra la flor...
Y muchos cantos por
el estilo, hoy pasados totalmente de moda, y que casi
nos excitan un poquito la hilaridad y nos arrancan una
sonrisa compasiva con los soñadores de años atrás...
Nosotros, sin
dejar los encantos de una piedad mariana así de soñadora
y tierna, lo miramos desde otra perspectiva, y nos preguntamos:
¿Qué significa para María su nombre? ¿Qué significa, sobre todo,
para nosotros?..
Dejemos a los estudiosos de la Biblia que se
entretengan desentrañando las raíces de un nombre tan hermoso. María,
como ya se llamó la hermana de Moisés, era un
nombre muy común de mujer en Israel cuando los tiempos
de Jesús. Y nos dicen los filólogos que puede significar
hermosa, señora, princesa, excelsa, encumbrada, y no sé cuántas cosas
más, a cada cual más bella y sugerente...
A poco que
leamos la Biblia, sabemos que cuando Dios elegía a uno
para una misión especial, Dios le escogía el nombre o
le cambiaba el que ya tenía. Valga por todos los
casos el de Simón. Jesús lo mira de hito en
hito, y le dice:
Tú te llamas Simón. En adelante
te llamarás Pedro, piedra, roca, porque sobre esta roca yo
edificaré mi Iglesia.
María venía al mundo con la misión
más alta, como era el ser La Madre de Dios,
y, sin embargo, ni escoge ni le cambia el nombre.
Se llamará, simplemente, MARIA, el nombre que le pusieron sus
padres.
Ni tan siquiera ha triunfado el nombre aunque haya
triunfado la realidad con que le llamó el Angel: La
Agraciada, La Llena de Gracia, la colmada con todos los
dones y gracias de Dios...
¿Pero, qué ha hecho la
piedad cristiana? Le ha dado tantos nombres a la Virgen,
que ya no sabemos ni con cuál llamarla.
Y la
llamamos con el nombre de los misterios de su vida:
Inmaculada, Concepción, Natividad, Purificación, Presentación, Anunciación, Encarnación, Soledad, Dolores,
Asunción...
Y la llamamos con el nombe de sus
advocaciones: Carmen, Mercedes, Rosario, Socorro, Patrocinio, Auxiliadora, Con-suelo...
Y la
llamamos con el nombre de sus santuarios y apariciones: Loreto,
Lourdes, Fátima, Pilar, Guadalupe, Montserrat, Luján, Aparecida, Begoña, Nuria...
Y sigamos
y sigamos contando, porque la llamamos también con nombres locales
nuestros, tan queridos: Marielos, Suyapa, María Paz...Y cada una de
nuestras Repúblicas nos dictaría una lista bien interesante.
Todos ellos
son el mismo Nombre de María, pero desdoblado, como la
luz en el prisma, tal como lo siente y vive
nuestra devoción a la Madre de Dios y Madre nuestra.
Más importante es, sin embargo, la invocación constante que hacemos
del Nombre de María.
Las veces que la llamamos con
gritos del corazón. Las veces que nos dirigimos a Ella,
diciéndole sólo ¡MARIA! Que unas veces es un grito de
júbilo. O un grito de amor. O un grito de
auxilio.
Porque ¡María! es un grito que se acomoda a
todos los sentimientos de nuestro corazón y a todas las
situaciones de nuestra vida. ¿Cómo responde María a nuestro saludo,
cuando pronunciamos su Nombre? Nadie nos lo ha dicho, pero
no necesitamos mucha imaginación para suponerlo... ¡Con qué ojos y
con qué sonrisa que nos debe mirar! ¡Con qué cariño
que se debe volcar sobre nosotros!...
Como lo hiciera un
día con San Bernardo, el monje que pasa como el
mayor devoto de María. Cuando caminaba por los claustros de
su monasterio, al pasar delante de una imagen de la
Virgen le inclinaba la cabeza y la saludaba: ¡Salve, María!.
Y así siempre. Hasta que un día ve cómo la
imagen se anima, y responde muy educada al saludo: ¡Salve,
Bernardo!...
Valdría la pena seguir, ¿verdad?... Pues, aquí nos vamos a
quedar hoy. Dándole a Ella el gusto de recordarle su
Nombre: y el nombre de la Virgen era María. Aquí
nos quedamos, saboreando la miel que destila en nuestra boca
el dulce Nombre de María. Y afinamos el oído, a
ver si oímos su respuesta, y nos contesta también: ¡Salve,
Chelita! ¡Salve, Javier! ¡Salve, Manolo! ¡Salve, Lineth!....
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