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Tú, yo, ¿adoramos al Señor? |
Queridos Hermanos y Hermanas:
Me alegra celebrar la Eucaristía con ustedes
en esta Basílica. Saludo al Arcipreste, el Cardenal James Harvey,
y le agradezco las palabras que me ha dirigido; junto
a él, saludo y doy las gracias a las diversas
instituciones que forman parte de esta Basílica, y a todos
ustedes. Estamos sobre la tumba de san Pablo, un humilde
y gran Apóstol del Señor, que lo ha anunciado con
la palabra, ha dado testimonio de él con el martirio
y lo ha adorado con todo el corazón. Estos son
precisamente los tres verbos sobre los que quisiera reflexionar a
la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado:
anunciar, testimoniar, adorar.
¿Somos capaces de llevar la Palabra de Dios
a nuestros ambientes de vida?
En la Primera Lectura llama la
atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al
mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en
el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje,
ellos responden claramente: «Hay que obedecer a Dios antes que
a los hombres». Y no los detiene ni siquiera el
ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian
con audacia, con parresia, esto que han recibido, el Evangelio
de Jesús. Y nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra
de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de
Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con
los que forman parte de nuestra vida cuotidiana? La fe
nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
¿Cómo
doy yo testimonio de Cristo con mi fe?
Pero demos
un paso más: el anuncio de Pedro y de los
Apóstoles no consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad
a Cristo entra en su vida, que queda transformada, recibe
una nueva dirección, y es precisamente con su vida con
la que dan testimonio de la fe y del anuncio
de Cristo. En el Evangelio, Jesús pide a Pedro por
tres veces que apaciente su grey, y que la apaciente
con su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás
las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no
quieras» (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida a nosotros,
los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios
si no se acepta ser llevados por la voluntad de
Dios incluso donde no queremos, si no hay disponibilidad para
dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos,
sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de
nuestra vida. Pero esto vale para todos: el Evangelio ha
de ser anunciado y testimoniado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo
doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el
valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir
y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que
el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en
un gran mural hay variedad de colores y de matices;
pero todos son importantes, incluso los que no destacan.
La
clase media de la santidad
En el gran designio de Dios,
cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio
tuyo y mío, también ese testimonio escondido de quien vive
con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones
de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada
día, los santos «ocultos», una especie de «clase media de
la santidad», como decía un escritor francés, una clase media
de la santidad de la que todos podemos formar parte.
Pero en diversas partes del mundo hay también quien sufre,
como Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay
quien entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo,
con un testimonio marcado con el precio de su sangre.
Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de
Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos
escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos
eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria
a Dios. Me viene a la memoria ahora un consejo
que San Francisco de Asís daba a sus hermanos: «Prediquen
el Evangelio y, si fuera necesario, también con las palabras».
Predicar con la vida, el testimonio (aplausos). La incoherencia de
los fieles y los Pastores entre lo que dicen y
lo que hacen, entre la palabra y el modo de
vivir, minan la credibilidad de la Iglesia.
Una intimidad de diálogo
y de vida
Pero todo esto solamente es posible si reconocemos
a Jesucristo, porque es él quien nos ha llamado, nos
ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar
y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a
él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban
en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del
Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y
ellos saben muy bien quién es, lo conocen. El Evangelista
subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle
quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn
21,12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir
una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y
de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el
Señor», lo adoremos.
El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado
nos habla de la adoración: miríadas de ángeles, todas las
creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante
el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es
Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (Cf.
Ap 5,11-14).
¿Qué quiere decir adorar a Dios?
Quisiera que nos
hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos
a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos
a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir
adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a
pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es
la más verdadera, la más buena, la más importante de
todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de
manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta,
tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más
o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a
él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere
decir afirmar, creer – pero no simplemente de palabra –
que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor
quiere decir que estamos convencidos ante él de que es
el único Dios, el Dios de nuestra vida, de nuestra
historia.
Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos
ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales
nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos
nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos;
pueden ser la ambición, la carrera, el gusto del éxito,
el poner en el centro a uno mismo, la tendencia
a estar por encima de los otros, la pretensión de
ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al
que estamos apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que
resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y
que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué
ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar
al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de
esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como
vía maestra de nuestra vida.
Anunciar, testimoniar, adorar
Queridos hermanos y hermanas,
el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía
y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos
como discípulos suyos; nos envía a proclamarlo con gozo como
el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la
palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano.
El Señor es el único, el único Dios de nuestra
vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y
a adorarle sólo a él. Anunciar, testimoniar, adorar. Que la
Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en
este camino, e intercedan por nosotros. Así sea.
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